Guillermo Goussen Padilla, nicaragüense sin doble
nacionalidad, casado y feliz padre de tres hijas, lo cual le permite sobrevivir
en patio ajeno desde 1973. Estudió Medicina y Literatura Hispanoamericana, pero
se descubrió como buen autodidacto. En 1985 fue accésit del Primer Concurso de
Cuento de la Universidad Autónoma Metropolitana, México (“La cuenta”), y en
2003 ganó el XXXII Premio Internacional de Relatos Ciudad de Zaragoza (“Año sabático”,
incluido en este libro). Ha publicado una novela en México (Hombres de letras,
Ed. Urdimbre, 2002) y cuentos, reseñas, prólogos y artículos de opinión en
libros, periódicos y revistas de Nicaragua, México y España. Se ha dedicado a
la edición en la Máxima Casa de Estudios de México y dado talleres de creación
literaria en este último país y en España. Actualmente tiene cuatro novelas y
un volumen de cuentos inéditos. Con Mujeres que matan (Centro Nicaragüense de
Escritores ANE-NORUEGA-CNE, 2008) ha pretendido homenajear a la mujer, sin mayúsculas
ni alegatos, pero sí consciente de que alguna vez Hermes y Afrodita estuvieron
unidos (como en el XY). Tiene la suerte de tener muchos amigos y no pertenecer
a ninguna mafia o falansterio de cualquier índole.
…
¿POR QUÉ TALLEREAR?
Comentaba a una periodista
de la radio que yo sí creía en la eficacia de los talleres de creación
literaria, aunque a muchos escritores consagrados (por lo menos en el candelero
o visitantes asiduos de las pasarelas culturales) les parezcan hoy asociaciones
de terapia grupal, desfogaderos de
amas de casa frustradas y un sinnúmero de pretextos que no representan otra
cosa que la oportunidad de colectivizar los deseos pequeños-burgueses de
ciertos lectores. Visto así no habría nada que objetar, sin embargo cuando uno
los escucha siente un dejo de soberbia, que se les escapa eso que en España
llaman lo “sobrao”. Entonces les pregunto qué esperan de un tallerista
experimentado, ese que está a punto de abandonar un taller pues se reconoce con
el aprendizaje y con los elementos necesarios para sentirse ya escritor. Y
muchos, los más petulantes, contestan: “Hasta ahora no conozco ningún Premio Nobel que saliera de un
taller...”
Esta respuesta me da la
medida del prejuicio: el escritor sobrao siempre aspira al Nobel, o en su
defecto al Cervantes o el Reina Sofía o el Rómulos Gallego; no reconoce que
habemos personas que escribimos para tener otra visión de la literatura, esa
versión que, cada vez que terminamos un libro, nos sugiere que bien podemos
hacerlo de otra manera, o que nos habría gustado tal o cual punto de vista, o
esa vuelta de tuerca que, a nuestro modo de ver, potenciaría el nudo del relato
o su final.
Cuando en 1982 asistí a mi
primer taller yo sólo sabía que quería escribir. Mi carrera era la medicina y
me consideraba un lector disperso y anárquico. Recuerdo que el coordinador se
llamaba Felipe Sanjosé, famoso entonces porque intervenía en “Los sábados con
Saldaña”, de Imevisión, en la sección de Sopa de Letras, donde unos hombres
maduros y eruditos se quitaban la palabra para hablar de la palabra misma. No
lo tengo en la memoria como un buen coordinador, sin embargo el grupo de
talleristas era excelente y estaba a punto de volar (algunos, como Federico
Traeger, Ignacio Chargoy, Laura Esquivel, siguen escribiendo con cierto éxito).
Luego anduve en varios talleres, con Carlos Illescas, Enrique López Aguilar, María Elvira Bermúdez y otros que ya no tiene caso
nombrar, pero que sí me enseñaron mucho, sobre todo respecto a las lecturas
imprescindibles para entrarle al papel ya escrito o en blanco, a deshacer un
texto sin remordimientos de conciencia, a entender que todo buen escrito
siempre es perfectible, y a reconocer que el peor bodrio, bien trabajado, puede
llegar a ser un gran texto.
No he sido un escritor
prolífico ni me ha gustado cabildear con las editoriales para ver mi obra
publicada; no obstante, he gozado del reconocimientos de algunos colegas no
propensos al elogio, en Nicaragua, España y México. La experiencia tallerística
me ha permitido trabajar en esta área en los tres países aludidos y ver los frutos de esta labor (en
España se editó un libro, Latos y
relatos, que reúne los textos de mis ex talleristas y muchos de ellos ya
han obtenidos galardones en la madre patria), en Nicaragua aún mantengo de
manera virtual mis talleres y ya algunos flamantes escritores han visto
publicado por lo menos un libro. Y bueno, México ha sido mi base, no tiene caso
hablar de lo que me mantiene como un pugilista activo, porque coordinar talleres
me permite estar en continuo ejercicio, calentar motores para mis novelas y
cuentos.
Juan Rulfo (le puse su
nombre al primer taller que hice en España) siempre tallereó con Juan José
Arreola, y ambos fueron constantes coordinadores desde la Sogem y otros
talleres libres en todo México. Mi cuate Gonzalo Vélez ganó el Premio Planeta
Mexicano con una novela surgida de un taller: Depenetraciones, y otra cuata, Susana Pagano, ganó el José Rubén
Romero con la novela Si yo fuera Susana Sanjuán,
salida de los talleres de la Sogem. En fin, hay una larga lista de
escritores que, no sé por qué, callan su origen tallerístico cuando les
preguntan sobre sus pinitos en la escritura, pero que sólo basta rascarle un
poco para saber quién fue su mentor. Para cerrar, quiero decir que el mejor
cuentista vivo de México (desde mi perspectiva), Guillermo Samperio, es también
unos de los mejores coordinadores de talleres en la república. Un abrazo,
pariente.
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