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lunes, 30 de mayo de 2011

Carta del escritor nicaragüense Guillermo Goussen Padilla dirigida a los Estudiantes de Arquitectura que cursan el Taller de Creatividad en la Escritura


Guillermo Goussen Padilla, nicaragüense sin doble nacionalidad, casado y feliz padre de tres hijas, lo cual le permite sobrevivir en patio ajeno desde 1973. Estudió Medicina y Literatura Hispanoamericana, pero se descubrió como buen autodidacto. En 1985 fue accésit del Primer Concurso de Cuento de la Universidad Autónoma Metropolitana, México (“La cuenta”), y en 2003 ganó el XXXII Premio Internacional de Relatos Ciudad de Zaragoza (“Año sabático”, incluido en este libro). Ha publicado una novela en México (Hombres de letras, Ed. Urdimbre, 2002) y cuentos, reseñas, prólogos y artículos de opinión en libros, periódicos y revistas de Nicaragua, México y España. Se ha dedicado a la edición en la Máxima Casa de Estudios de México y dado talleres de creación literaria en este último país y en España. Actualmente tiene cuatro novelas y un volumen de cuentos inéditos. Con Mujeres que matan (Centro Nicaragüense de Escritores ANE-NORUEGA-CNE, 2008) ha pretendido homenajear a la mujer, sin mayúsculas ni alegatos, pero sí consciente de que alguna vez Hermes y Afrodita estuvieron unidos (como en el XY). Tiene la suerte de tener muchos amigos y no pertenecer a ninguna mafia o falansterio de cualquier índole.
¿POR QUÉ TALLEREAR?

Comentaba a una periodista de la radio que yo sí creía en la eficacia de los talleres de creación literaria, aunque a muchos escritores consagrados (por lo menos en el candelero o visitantes asiduos de las pasarelas culturales) les parezcan hoy asociaciones de terapia grupal,  desfogaderos de amas de casa frustradas y un sinnúmero de pretextos que no representan otra cosa que la oportunidad de colectivizar los deseos pequeños-burgueses de ciertos lectores. Visto así no habría nada que objetar, sin embargo cuando uno los escucha siente un dejo de soberbia, que se les escapa eso que en España llaman lo “sobrao”. Entonces les pregunto qué esperan de un tallerista experimentado, ese que está a punto de abandonar un taller pues se reconoce con el aprendizaje y con los elementos necesarios para sentirse ya escritor. Y muchos, los más petulantes, contestan: “Hasta ahora no conozco  ningún Premio Nobel que saliera de un taller...”
Esta respuesta me da la medida del prejuicio: el escritor sobrao siempre aspira al Nobel, o en su defecto al Cervantes o el Reina Sofía o el Rómulos Gallego; no reconoce que habemos personas que escribimos para tener otra visión de la literatura, esa versión que, cada vez que terminamos un libro, nos sugiere que bien podemos hacerlo de otra manera, o que nos habría gustado tal o cual punto de vista, o esa vuelta de tuerca que, a nuestro modo de ver, potenciaría el nudo del relato o su final.
Cuando en 1982 asistí a mi primer taller yo sólo sabía que quería escribir. Mi carrera era la medicina y me consideraba un lector disperso y anárquico. Recuerdo que el coordinador se llamaba Felipe Sanjosé, famoso entonces porque intervenía en “Los sábados con Saldaña”, de Imevisión, en la sección de Sopa de Letras, donde unos hombres maduros y eruditos se quitaban la palabra para hablar de la palabra misma. No lo tengo en la memoria como un buen coordinador, sin embargo el grupo de talleristas era excelente y estaba a punto de volar (algunos, como Federico Traeger, Ignacio Chargoy, Laura Esquivel, siguen escribiendo con cierto éxito). Luego anduve en varios talleres, con  Carlos Illescas, Enrique López  Aguilar, María Elvira Bermúdez y otros que ya no tiene caso nombrar, pero que sí me enseñaron mucho, sobre todo respecto a las lecturas imprescindibles para entrarle al papel ya escrito o en blanco, a deshacer un texto sin remordimientos de conciencia, a entender que todo buen escrito siempre es perfectible, y a reconocer que el peor bodrio, bien trabajado, puede llegar a ser un gran texto.
No he sido un escritor prolífico ni me ha gustado cabildear con las editoriales para ver mi obra publicada; no obstante, he gozado del reconocimientos de algunos colegas no propensos al elogio, en Nicaragua, España y México. La experiencia tallerística me ha permitido trabajar en esta área en los  tres países aludidos y ver los frutos de esta labor (en España se editó un libro, Latos y relatos, que reúne los textos de mis ex talleristas y muchos de ellos ya han obtenidos galardones en la madre patria), en Nicaragua aún mantengo de manera virtual mis talleres y ya algunos flamantes escritores han visto publicado por lo menos un libro. Y bueno, México ha sido mi base, no tiene caso hablar de lo que me mantiene como un pugilista activo, porque coordinar talleres me permite estar en continuo ejercicio, calentar motores para mis novelas y cuentos.
Juan Rulfo (le puse su nombre al primer taller que hice en España) siempre tallereó con Juan José Arreola, y ambos fueron constantes coordinadores desde la Sogem y otros talleres libres en todo México. Mi cuate Gonzalo Vélez ganó el Premio Planeta Mexicano con una novela surgida de un taller: Depenetraciones, y otra cuata, Susana Pagano, ganó el José Rubén Romero con la novela Si yo fuera Susana Sanjuán, salida de los talleres de la Sogem. En fin, hay una larga lista de escritores que, no sé por qué, callan su origen tallerístico cuando les preguntan sobre sus pinitos en la escritura, pero que sólo basta rascarle un poco para saber quién fue su mentor. Para cerrar, quiero decir que el mejor cuentista vivo de México (desde mi perspectiva), Guillermo Samperio, es también unos de los mejores coordinadores de talleres en la república. Un abrazo, pariente.

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