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viernes, 18 de marzo de 2011

Ensayo de Alejandro Paéz Varela dedicado a los alumnos del Taller de Creatividad en la Escritura.

Alejandro Páez Varela (Ciudad Juárez, 1968). Periodista, escritor. Subdirector de El Despertador, empresa que edita las revistas Día Siete y Energía Hoy. Ha sido editor, consultor y funcionario de medios en todo el país. Fue subdirector editorial de El Universal. Es coautor de La Guerra por Juárez (Planeta, 2009), Los Suspirantes (Planeta, 2005), Los Amos de México (Planeta, 2007) y Los Intocables (Planeta, 2008), y autor de Paracaídas que no Abre(Almadía, 2008). Su primera novela es Corazón de Kaláshnikov (Planeta, 2009). Su último libro es No incluye baterías (Cal y Arena, 2010).


Las horas blancas

Cuando me establecí en la ciudad de México, allá por 1993, mi principal problema fue el acento. Una vez fui a Tepito y casi salgo con los pies por delante a causa del acento; no me pierdo en los detalles. En los restaurantes, en los taxis, en la tienda, en el súper y mucho más en las cantinas y en las taquerías del afterhours creían que estaba encabronado (1) o que traía pegada en la frente una licencia para que me cargaran la mano (2). Como hago esfuerzos (breves pero importantes: juntarme con norteños, hablar mucho a casa, etc.) no he perdido mi tonito bronco, aunque cierta vez, a los cinco o seis años de estar en el Distrito Federal, llegué a casa y mamá me dijo con una nota de tristeza: “Ah, qué mijo, está dejando de hablar como norteño. Ya habla como chilango”. Y más que referirse al acento, en realidad decía que la familia me estaba perdiendo. Le corregí: “Como chilanguense, mamá”, porque soy de Chihuahua y soy malo para responder de botepronto. Porque tengo la esperanza de volver a casa, como el hijo pródigo. Le sonreí con la mitad de la cara porque la otra (mitad) era una brasa tiesa y roja y no por vergüenza, sino por el mismo barniz de melancolía de mi madre: “Sí –pensé–, estoy perdiendo a mi familia por la distancia. Mi acento me delata”.
La magia de escribir. Todos vamos sin zapatos a la hoja en blanco. Todos vamos sin sombrero y sin calzones. Hay notas pero no hay acento: notas de melancolía, notas de furia, notas sin color o desgarradas, notas descoloridas y desabridas y malintencionadas. Pero no hay acento. Aquí, acá donde estoy, hay un hombre con un acento mudo que puede ser de cualquier parte. La magia leer, también. Porque uno traga textos como se toman los medicamentos: todos tienen dos capuchas o son comprimidos blanquecinos. Todos, en primera instancia, parecen iguales. Pero luego se deshacen dentro y descubren qué traen. El acento de los textos se siente después; te da rabia o se te quitan las agruras; te desmayas o se te quita la comezón; te dan convulsiones o el corazón se te hace chiquito. El que escribe y el que lee van a la mesa en las mismas condiciones: antes de ser leídos o antes de ser escritos, los textos –por más que existan– son una hoja en blanco.
Mi acento. En el DF dicen que hablo como Speedy González, en mi casa que ya lo perdí. Por eso y por otras razones ahora me es más fácil escribir que hablar. También porque hablar casi siempre requiere a otro. Y escribir no. Cuando tomé mi primera libreta de apuntes me dí cuenta que esto sería mi primer y único amor. Después de una época de autismo decidí comunicarme con los demás y desde entonces cómo he hablado. Ahora hablo menos. Me comunico menos. En el mundo ideal, la persona que me ame hasta la muerte será mi boca, mi nariz, mis lágrimas, mi todo. Eso me gustaría. Me encantaría pasarle papelitos con lo que necesito: “¿Contestas esa llamada y me quitas la ropa?”, o: “Quítame el pantalón, no contestes el teléfono”, o: “¿Me quitas la ropa, apagas el celular y me apuñalas por las costillas un pulmón antes de que lo haga el cigarro?”, o: “Escóndeme en tu seno, llévame contigo, dame asilo en tu intestino grueso pero no permitas que me obliguen a hablar”. Un mundo ideal sin que deba comunicarme.
¿Cómo llegué hasta acá? Porque pensaba en mi acento a partir de que alguien me pidió que contara cómo empecé a escribir. Pero de eso no me acuerdo. Yo nací periodista; me hice escritor porque ser periodista requiere ver a todo mundo a los ojos y hablar. El escritor no. Escribe y ya. Ser periodista requiere sacrificios que no sé si estoy dispuesto a hacer. El periodista no encuentra cómo llenar las horas blancas, y se angustia porque sabe que es como perder los huevos. El escritor puede salir a la calle sin huevos y regresar con una canasta. Sin prisa. Sin angustia. Sin ver al otro, sin hablarle. O puede quedarse encerrado y los huevos le caen del cielo; así me pasó cierta vez en un hotel de San Luis Potosí de cortinas baratas hechas en China. Lo tengo por escrito.
Un día dejaré de hablar; estoy seguro. Pero el día que deje de escribir le daré una nota a esa que pasará los últimos días a mi lado: “Mátame –dirá– y pon esto en mi epitafio: ‘Alejandro Páez Varela. Murió en silencio’”. Y si estoy equivocado y uno efectivamente reencarna, referiría que fuera en una piedra sobre la que se sienta el corazón de un reactor nuclear. ¿O reencarnar en una planta del desierto? Sí, en eso: en una gobernadora, en un chamizo, en un sahuaro. Y de preferencia sobre el meridiano 109.

1 comentario:

  1. Hola Alejandro. Cosa de meses que lo sigo en Los periodistas. En ese lapso, atrapé un pedacito de un programa en su debut con invitado de lujo:Jaime López. Esto me llevó, como en los menús de windows, a una cosilla llamada "Paracaídas que no abre". Justo ahí, sentí un click en el corazón. Luego, este día, saber que hace galas didácticos para inquietudes en la creatividad en la escritura, pues qué le digo, esto es como un HALLAZGO LUMINOSO. OJALÁ me invite a alguno de sus talleres. Diga rana y yo salto. Saludos, maestro

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