Alejandro Páez Varela (Ciudad Juárez, 1968). Periodista, escritor.
Subdirector de El Despertador, empresa que edita las revistas Día Siete y
Energía Hoy. Ha sido editor, consultor y funcionario de medios en todo
el país. Fue subdirector editorial de El Universal. Es coautor de La
Guerra por Juárez (Planeta, 2009), Los Suspirantes (Planeta, 2005), Los
Amos de México (Planeta, 2007) y Los Intocables (Planeta, 2008), y autor
de Paracaídas que no Abre(Almadía, 2008). Su primera novela es Corazón
de Kaláshnikov (Planeta, 2009). Su último libro es No incluye baterías
(Cal y Arena, 2010).
Las horas blancas
Cuando me establecí en la ciudad de
México, allá por 1993, mi
principal problema fue el acento. Una vez fui a Tepito y casi salgo con los
pies por delante a causa del acento; no me pierdo en los detalles. En los
restaurantes, en los taxis, en la tienda, en el súper y mucho más en las
cantinas y en las taquerías del afterhours creían que estaba encabronado (1) o
que traía pegada en la frente una licencia para que me cargaran la mano (2). Como
hago esfuerzos (breves pero importantes: juntarme con norteños, hablar mucho a
casa, etc.) no he perdido mi tonito bronco, aunque cierta vez, a los cinco o
seis años de estar en el Distrito Federal, llegué a casa y mamá me dijo con una
nota de tristeza: “Ah, qué mijo, está dejando de hablar como norteño. Ya habla
como chilango”. Y más que referirse al acento, en realidad decía que la familia
me estaba perdiendo. Le corregí: “Como chilanguense, mamá”, porque soy de
Chihuahua y soy malo para responder de botepronto. Porque tengo la esperanza de
volver a casa, como el hijo pródigo. Le sonreí con la mitad de la cara porque
la otra (mitad) era una brasa tiesa y roja y no por vergüenza, sino por el
mismo barniz de melancolía de mi madre: “Sí –pensé–, estoy perdiendo a mi
familia por la distancia. Mi acento me delata”.
La magia de escribir. Todos vamos sin
zapatos a la hoja en blanco. Todos vamos sin sombrero y sin calzones. Hay notas
pero no hay acento: notas de melancolía, notas de furia, notas sin color o
desgarradas, notas descoloridas y desabridas y malintencionadas. Pero no hay
acento. Aquí, acá donde estoy, hay un hombre con un acento mudo que puede ser
de cualquier parte. La magia leer, también. Porque uno traga textos como se
toman los medicamentos: todos tienen dos capuchas o son comprimidos
blanquecinos. Todos, en primera instancia, parecen iguales. Pero luego se
deshacen dentro y descubren qué traen. El acento de los textos se siente
después; te da rabia o se te quitan las agruras; te desmayas o se te quita la
comezón; te dan convulsiones o el corazón se te hace chiquito. El que escribe y
el que lee van a la mesa en las mismas condiciones: antes de ser leídos o antes
de ser escritos, los textos –por más que existan– son una hoja en blanco.
Mi acento. En el DF dicen que hablo como
Speedy González, en mi casa que ya lo perdí. Por eso y por otras razones ahora
me es más fácil escribir que hablar. También porque hablar casi siempre
requiere a otro. Y escribir no. Cuando tomé mi primera libreta de apuntes me dí
cuenta que esto sería mi primer y único amor. Después de una época de autismo
decidí comunicarme con los demás y desde entonces cómo he hablado. Ahora hablo
menos. Me comunico menos. En el mundo ideal, la persona que me ame hasta la
muerte será mi boca, mi nariz, mis lágrimas, mi todo. Eso me gustaría. Me
encantaría pasarle papelitos con lo que necesito: “¿Contestas esa llamada y me
quitas la ropa?”, o: “Quítame el pantalón, no contestes el teléfono”, o: “¿Me
quitas la ropa, apagas el celular y me apuñalas por las costillas un pulmón
antes de que lo haga el cigarro?”, o: “Escóndeme en tu seno, llévame contigo,
dame asilo en tu intestino grueso pero no permitas que me obliguen a hablar”. Un
mundo ideal sin que deba comunicarme.
¿Cómo llegué hasta acá? Porque pensaba en
mi acento a partir de que alguien me pidió que contara cómo empecé a escribir. Pero
de eso no me acuerdo. Yo nací periodista; me hice escritor porque ser
periodista requiere ver a todo mundo a los ojos y hablar. El escritor no.
Escribe y ya. Ser periodista requiere sacrificios que no sé si estoy dispuesto
a hacer. El periodista no encuentra cómo llenar las horas blancas, y se
angustia porque sabe que es como perder los huevos. El escritor puede salir a
la calle sin huevos y regresar con una canasta. Sin prisa. Sin angustia. Sin
ver al otro, sin hablarle. O puede quedarse encerrado y los huevos le caen del
cielo; así me pasó cierta vez en un hotel de San Luis Potosí de cortinas
baratas hechas en China. Lo tengo por escrito.
Un día dejaré
de hablar; estoy seguro. Pero el día que deje de escribir le daré una nota a
esa que pasará los últimos días a mi lado: “Mátame –dirá– y pon esto en mi
epitafio: ‘Alejandro Páez Varela. Murió en silencio’”. Y si estoy equivocado y
uno efectivamente reencarna, referiría que fuera en una piedra sobre la que se
sienta el corazón de un reactor nuclear. ¿O reencarnar en una planta del
desierto? Sí, en eso: en una gobernadora, en un chamizo, en un sahuaro. Y de
preferencia sobre el meridiano 109.
Hola Alejandro. Cosa de meses que lo sigo en Los periodistas. En ese lapso, atrapé un pedacito de un programa en su debut con invitado de lujo:Jaime López. Esto me llevó, como en los menús de windows, a una cosilla llamada "Paracaídas que no abre". Justo ahí, sentí un click en el corazón. Luego, este día, saber que hace galas didácticos para inquietudes en la creatividad en la escritura, pues qué le digo, esto es como un HALLAZGO LUMINOSO. OJALÁ me invite a alguno de sus talleres. Diga rana y yo salto. Saludos, maestro
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